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Letras del 39

El escritor abre su mente y su corazón en busca de las mejores palabras para desnudar aquello que habita en lo profundo de su ser.
Del otro lado, el lector recibe esas palabras con intriga, con anhelo; se devora las historias de alguien más y las hace suyas.
Así, escritor y lector se desdoblan, se fusionan, se confunden en una experiencia única e íntima.

Para enriquecer esa experiencia, acercamos dos cuentos y tres poemas de alumnos y ex-alumnos del profesorado, en un espacio que invita a ser parte de ese mundo donde solo el escritor y el lector pueden latir.

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“A confesión de partes…” – PAOLA LEGUIZAMON

Transitar el ímpetu 

de abismos

equilibrando alivios

y suspensos.

Desarrollar al máximo 

el instinto,

para colonizarte

el intelecto.

 

Podrás, quizá, objetar 

mi omnipotencia

de infringir las barreras

disyuntivas;

habré de incorporarme 

a tus falencias,

devastando las selvas

paliativas.

 

Si se han de censurar

las experiencias

montadas por caricias

invasivas,

yo habré de enarbolar

mi indiferencia

al mandato social

de la empatía.

 

Es inútil negar 

la complacencia

de sojuzgar amores

mal habidos:

la dignidad sucumbe

a la insistencia

cuando ésta se disfraza

de suspiro.

 

Y cualquier voluntad

se rinde, absorta, 

al encanto fugaz

del enemigo.

Si el canto de sirenas 

se hace carne,

la pasión es refugio

y es abrigo.

 

Puede que mi cinismo

eche raíces

en ánimos privados

del delirio

de saberte rendido

a mis honores,

masacrado de besos,

ya perdido.

Mamá entra a mi casa cuando yo no estoy – MARIO ORTIZ TÁRTALO

Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,

quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído para que no te quedes allí, del otro lado,

donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en medio de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.

(Olga Orozco)

 

Eran las dos de la tarde, cuando caminé por el corredor de tumbas con todas las calas en mis brazos. Todos lloraban, pero creo que se pusieron peor cuando me vieron desfilar hacia la que iba a ser la tumba de mamá, con las flores y con tanta entereza. Y además, porque la gente siempre llora más en ese momento de los funerales. Me hubiera gustado quedarme un rato largo así, al viento en ese instante tan sublime, pero comenzaron a pedirme flores para arrojarle a mamá y las tuve que repartir.

 

Hoy llueve y pienso que la tumba de mamá debe ser toda de barro, sin flores.

 

Ahora estoy en mi casa y camino hacia su casa, de la que me separa un pequeño patio. Siento que me llama, entro y la busco. No está. Claro, cómo va a estar, si está muerta. Pero me llamó, yo la escuché. Pero está muerta. Me doy cuenta por los arreglos florales de su velorio que quedaron en su comedor. Salgo al otro patio y la veo, reflejada en el cristal de una ventana. Me hace señas porque no puede hablarme, está muerta. Me da a entender que extraña comer rico. Entonces le digo ‘No te preocupes, que cada vez que yo pruebe algo rico, lo vas a comer a través mío’. Con más señas me da a entender que también extraña los aromas, los perfumes. ‘No te preocupes, que cada vez que yo huela algo rico, lo vas a oler a través mío’. Y se me queda mirando. Más tarde, cuando me despierto de ese sueño, voy hasta su retrato y le doy un beso, ‘Yo también te extraño, mamá’.

 

Mamá llegó en medio de mucha paz, algo que hacía rato no sentía, a una zona muy celeste, rodeada de luz y de nubes. Ella se ve como cuando tenía treinta años, con su pelo largo, lacio y negro. Mi padre la recibe, la besa y la abraza. Se quedan así abrazados días, meses, años.

 

No está muy bien que una persona quiera morirse. Por eso, allá arriba, mamá tiene una especie de silencioso período de prueba y como está un poco molesta porque nos extraña, mi padre la reta,
 

‘Cuando estabas con ellos querías morirte todos los días, y ahora que te moriste querés volver’. Entonces ella llora y sufre, casi tanto como lo hacía cuando estaba acá. Al final, mi padre entiende, porque la conoce y la abraza otra vez, ‘Ahora, me vas a ayudar a cuidarlos desde acá’, la consuela. Allá arriba, mamá ahora se va dando cuenta de que no todo es tan simple como ella pensaba, que la vida tiene muchos y diversos matices. Para que no se queje tanto, le muestran como ejemplo la realidad de África. Le cuentan que tranquilamente a nosotros nos pudo haber tocado eso, pero no, no nos tocó.

 

Una tarde, siento muchas ganas de volver a tocarla y me pongo mal. Esa misma noche se me aparece y deja que le tome un rato las manos, que son parecidas a las mías, pero más arrugadas.

 

Sin embargo, fue otra noche la que me asustó de verdad, una que me levanté a tomar agua, fui hasta la heladera, y cuando giré la cabeza, la vi asomada a la ventana del patio. Cuando me desperté de ese sueño, tuve que levantarme e ir hasta ese lugar para comprobar que de verdad no estaba allí y pedirle por favor que no volviera a asustarme, como una vez, hace mucho, le tuvo que pedir mi hermano a nuestro papá, después de que se murió.

 

Cuando quiero intimidad, todavía trabo la puerta del patio con media vuelta de llave para que mamá no entre desde su casa a la mía sin avisar, como solía hacerlo, por las dudas.

 

Durante su agonía, mamá recitaba largas listas de compras para organizar una gran cena familiar. Cuando terminaba la lista, me pedía ‘A ver, ahora repetímela’. Luego estiraba sus brazos y quería buscar su cartera para darme plata y que me cruzara a comprar todas esas cosas, pero con esfuerzo y paciencia, yo la sujetaba y la volvía a recostar en la camilla del hospital. También se estiraba porque decía que quería alcanzar un frasco y cerrar una puerta.

 

‘Mi gordita hace ññññññ…’ decía en la cama del hospital, gesticulando con la nariz fruncida las monerías que hacía su nieta de dos meses. Después vino lo peor, cuando se puso a cantar una alegre canción de cuando era chica, una que tenía un estribillo que festejaba ‘Viejo Contreras’ o algo así. La señora de la cama de al lado, que se estaba haciendo nebulizaciones, se dio media vuelta y me dijo con la mirada, ‘Muy simpática tu mamá, pero quiero pensar que en algún momento de la noche se va a callar’. Sí, señora, no se preocupe que dentro de un rato la van a mandar a terapia intensiva, después de una tomografía que le va a dar muy mal, entubada a más no poder y con un respirador, inducida en coma para que no le cante a nadie más. Mamá, calláte por favor, pero seguía más fuerte con lo del viejo Contreras. Mamá, calláte que están viniendo a visitarte Romi y Maga, tus sobrinas. Se calla por fin y me pregunta seria ‘¿Se portan bien esas chicas?’. Sí mamá, se portan bien, qué sé yo cómo se portan, mamá, si tienen más de treinta años ya cada una. Las chicas llegan, hola tía, cómo estás. Las mira con calma, intenta actuar normal, pero no le sale. ‘Antes de ustedes vinieron unos chicos, pero tenían alitas’, les suelta. Maga me pone ojos de huevo duro y se me queda mirando perpleja.

 

‘Bueno, ya está, ya falta menos’, me suspiró más tarde, en la sala de terapia intensiva. ‘¿Qué comiste?’ preguntó luego, controladora, después de terminar de enumerar otra lista más de compras. Le inventé unas empanadas tucumanas que me había dejado en la heladera. Me puso cara de que no recordaba muy bien habérmelas cocinado, pero al final se lo creyó. Como muchas mamás, cocinarnos y alimentarnos bien era su forma perfecta de demostrarnos cuánto nos quería y cuánto quería estar con nosotros, incluso dentro de nuestros estómagos. ‘Te quiero mucho, mamá. Gracias por la inmensa obra de amor que hiciste con Pablo y conmigo’, le susurré al oído. Me fui del otro lado de la cama a acariciarle un poco el pelo. ‘Yo te quiero más’, me respondió con la mirada ya perdida. La doctora me pidió que no me quedara mucho más porque me habían hecho entrar sólo a mí a esa hora como una excepción. Volví a su cama y le dije que ya era hora de dormir, que había que descansar y que mañana nos íbamos a volver a ver. Pero ella insistía con que se quería levantar para alcanzar el frasco del estante, y para cerrar la puerta. Le di el último beso y me lo devolvió, porque aún tan mal como estaba, daba besos si se los pedía. Salí de la sala y me di vuelta para verla, conectada a sondas y aparatos cardíacos, despeinada, enceguecida, queriéndome abrazar, hablando sin sentido. Yo me quería quedar para siempre con ella, pero tuve que salir de ahí por un pasillo que tenía las luces apagadas, por el que me fui llorando a lo largo de todo su oscuro recorrido. Del otro lado, me esperaba el resto de mi vida sin mi mamá.

 

Unos días después, tuvo el velorio que siempre había querido, con música de Tchaicovski y sus flores preferidas, sus calas. ‘Que nadie me toque ni me bese’, nos había ordenado además, temerosa, según nos decía, de que alguna vecina no muy querida se diera el gusto de verla por fin muerta, de modo que cerramos el ataúd, y pusimos sobre él un retrato donde se la veía muy viva y muy linda, y que mucha gente que sí la quería tomó para dejarle un beso.

 

Una noche estoy en una recepción llena de gente bien vestida, con copas en las manos. Camino entre ellos y llego a una barra de tragos. Sentada en un extremo, está mamá, con vestido de cocktail y sombrero, elegante como nunca la había visto. ‘¡Mamá, qué linda que estás!’, le digo. En su mano, sostiene un libro y me lo muestra. Leo la tapa. Es una obra literaria cuyo autor soy yo. Entonces, la miro muy sorprendido. ‘Estoy muy orgullosa de vos’, me dice sonriente. Cuando despierto de ese sueño, me lamento por no haber publicado nada para que ella pudiera leer en vida.

 

Hay momentos en los que mamá se estira desde su nube, igual que como se estiraba cuando estaba en la camilla del hospital y quería alcanzar las cosas que mencionaba. Sólo que ahora se estira de arriba hacia abajo, y no ve nada de eso; nos ve a nosotros. Quiere sostener a su nieta y hacerla dormir, o prepararle una papilla. O acompañarlo a mi hermano, cuando está en el hospital, esperando que le den los resultados del análisis de su columna. O abrazarme a mí, para que no me sienta tan mal cuando me acuerdo de ella. Siento la fuerza que hace cuando se estira para decirnos que todavía está acá y que no se fue. Porque esas cosas que quería alcanzar durante su agonía (el frasco, el estante y, sobre todo, la puerta) no eran imaginarias: existen de verdad. Una tarde que llego a casa, le echo un vistazo al estante de mi cocina y descubro el último frasco de dulce casero de frutillas hecho por ella, un frasco que hoy, meses después de su muerte, aún disfruto en mi desayuno, con el cuidado de racionarlo lo mejor que puedo para que me dure más y que, así, mamá me siga mimando después de muerta. Mamá entra a mi casa cuando yo no estoy, me deja el frasco en el estante de mi cocina, y al irse, cierra cuidadosamente la puerta para que yo no me dé cuenta de que ella estuvo ahí, de que una vez más invadió mi casa, mi espacio, mi privacidad, mi vida y mi estómago, algo que siempre hizo muy bien. Tan bien, que cuando ahora me acuerdo de eso, en lugar de enojarme, como me solía suceder cuando ella estaba viva, me pongo muy triste.


 

Mario Ortíz Tártalo, enero de 2011.

?

Tomá la lapicera,

Metela en tu boca,

Mordisqueala,

Saborea el tóxico sabor del plástico, 

Sentí su dureza rechinar contra tus dientes. 

Luego, sacala de tu boca y 

escribí. 

Ahora ¿Qué es el dolor?

Respondé. 

Por favor, sin acudir 

A tus padres,

O a amores,

Sin aludir a lo kármico

O al horóscopo. 

Decime ¿Qué es el dolor?

Sin mencionar el abandono o la muerte. 

Definí ¿Qué es? 

​

Gisela Pereira

A PEDIDO  - CECILIA LARESE

Siempre almorzamos tarde los domingos.  No hay manera de cambiar eso. Ni siquiera ahora que mi abuelo vino a vivir a casa. 

―Desayune dos veces, Paco ―le dice mi mamá cuando él protesta porque ya se va acercando el mediodía y tiene hambre―. Yo recién voy a empezar a cocinar cuando termine estos mates.

Mi abuelo se queja por lo bajo y dice que, si toma un segundo desayuno, le da sueño.

―Duerma dos siestas, Paco ―le dice mamá, y se ata fuerte la bata para que mi abuelo entienda que no va a apurarse. Mi abuelo se enoja y busca algo para hacer hasta la hora del almuerzo.

El domingo pasado el abuelo estaba más inquieto de lo habitual. Caminaba por la casa buscando un lugar donde sentarse y esperar a que pasara el tiempo. No quería mirar la carrera con papá, en el jardín hacía frío y mamá hojeaba el diario con tranquilidad. Empezó a abrir puertas y a hablar en voz alta: que qué locura la hora que era, que se hacía tarde para la siesta y que la abuela siempre tenía lista la comida a la una, siempre el mismo menú: carne al horno tierna con papa-calabaza-batata. 

Mamá bajó el diario, apoyó el mate y tomó aire para contestarle. Pero nos salvó el timbre. Digo “nos” porque la última vez que mamá  tuvo que interrumpir su mate por una discusión con el abuelo ―la vez que le dijo que si no le gustaba se fuera a un geriátrico, que ahí se come siempre a la misma hora―, terminamos todos peleados y directamente no cocinó. 

―¿A quién se le ocurre venir ahora? ―preguntó mi mamá―. ¡Es horario de almuerzo! ―dijo mientras buscaba una cacerola.

―¿Almuerzo? ―protestó el abuelo―, ¡si recién va a poner el agua! Yo atiendo —dijo y caminó hacia la puerta decidido a abrir.

―Paco, ¿adónde va? Déjeme a mí ―dijo mi mamá mientras llenaba la cacerola.

Mi abuelo no contestó. Buscó la llave en la mesita y siguió camino hacia la puerta.

―Paco, espere, antes quiero ver quién es ―insistió mamá―. ¡Alberto! Tu papá quiere abrir la puerta y yo no puedo ir, ¡estoy en camisón!  

Papá siguió mirando la carrera.

Mi abuelo giró la llave y abrió. No había nadie del otro lado pero, a sus pies, encontró un paquete rectangular envuelto en papel madera. 

―¡Paco! ¿Quién es? ¿Qué es ese olor? ―mamá había llegado a la puerta con la bata atada en cuestión de segundos. 

―¡Es para mí! ―dijo mi abuelo con los ojos húmedos y la voz suavizada―. Estaba en la puerta, ¡y huele tan bien! ― acercó el paquete a la nariz de mamá. 

El paquete largaba un aroma a verduras cocidas en aceite. Sobre la parte superior, en marcador negro decía: “12:50, para servir a la 13:00”.

―¡Son 12:50! ―dijo mi abuelo―. Vamos a comer.

―¿Pero si no sabemos qué hay? ―trató de frenarlo mamá. 

―Yo sí, traigan los platos y a la mesa.

Mi hermano y yo salimos corriendo a buscar cinco platos y cinco juegos de cubiertos.

―¡Paco! ¡No lo abra! ¡Alberto! ¿Podés venir por favor? Dejaron un paquete sin nombre en la puerta y tu papá quiere abrirlo.

Papá ya estaba parado en la puerta de la cocina.

―¡¿Qué es ese olorcito?!

 Mi abuelo había roto el papel: adentro encontró una carne, tierna, rodeada de buñuelos, papas, zapallo y batatas, bañadas con un chorrito de aceite. 

—¿Carne al horno? ¡Hace tanto que no la como! 

Papá buscó una fuente en el mueble grande y ayudó al abuelo a pasar la carne. Con mucho cuidado apoyó la fuente en el centro de la mesa. Los dos se sentaron. 

Mi hermano, me tiró suavemente de la mano y preguntó en voz baja ―¿esto no lo habrá mandado…? 

―¡Pero qué decís! ―lo callé pegándole un codazo, aunque pensé lo mismo.

―Pero, ¿ves? ―insistió hablándome en secreto—. Hizo el dibujito con la mostaza, como hacía ella. 

Mi abuelo interrumpió el silencio místico:

―Faltan los vasos, rápido que se enfría.

―¡Y el vino! Ya lo traigo —agregó papá.

A la 13:00 en punto el abuelo empezó a cortar la carne y a servirla en los platos. Mamá miraba la escena desde el marco de la puerta, todavía con el mate en la mano y los ojos perdidos en el humo que subía en espirales serpentinas y llenaba la cocina con un aroma cálido. El abuelo le sirvió un plato también. 

La carne se mezclaba con una pizca de mostaza y se deshacía contra el paladar. Era como morder una nube con relleno. 

―Susana, siéntese ―dijo mi abuelo cuando terminó de comer el primer plato.

Mamá no se movió.

―Vamos, hoy no cocina, Susana, dele. Vaya a apagar esa olla.

―Quizás más tarde, Paco.

―Está bien, no hay problema, hoy almorzamos dos veces.   

Prequirúrgico – NATASHA SALTO

¿Y si ya no podemos, pa?

si hemos perdido todas las batallas

—menos la de querernos—

si se nos quedaron plomo y esquirlas

en la sangre,

de pulmones un cenicero,

¿cómo no íbamos a creer que abrazarnos era

hacer trinchera?

que tanta hemorragia pueda tener

tanto silencio.

 

¿Y si ya no podemos, pa?

si efectivamente no han servido las treguas

—menos la de entendernos—

si se me han caído todos los vendajes

(pero nunca la de los ojos),

se nos está gangrenando el alma,

tu carne

no es lo único que está a punto de morirse.

 

Si ya no puedo hacerle frente

a esta zona hostil,

a este pronóstico septicémico emocional

de sabernos un cuerpo

que ya se dio por vencido,

¿seguimos en guerra?

¿todavía existe una que valga la pena luchar?

 

¿Y si ya no podemos, pa?

si se nos han agotado las excusas

—menos la de pedirnos perdón—

si hasta la paciencia tiene respiración asistida,

si sostenernos la verdad

es una masacre en tus venas…

 

Desertemos, pa.

Si el amor ya no responde,

que no haya acto más humano

que nos entierren juntos

en la misma ternura

con la que un día me dijiste

que ya no podías más.

 

Hemos perdido.

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Taller Literatura y Periodismo
Profesorado de Lengua y Literatura
ISFD N° 39, Jean Piaget
Vicente López

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